Un ataque de malaria “ … La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo claro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus, sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha embrujado. Nos ha paralizado y clavado. Por eso no tardamos en sentirnos entumecidos, pesados y sumidos en el marasmo.
Todo nos irrita. Sobre todo la luz, detestamos la luz. Nos irrita la gente: sus voces estridentes, su repugnante olor y su tacto áspero.
Pero tampoco tenemos demasiado tiempo para experimentar semejantes ascos y repugnancias, pues al cabo de poco rato, a veces de repente y sin haber dado señal de aviso, se produce el ataque. Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por el infierno del Sahel y del Sáhara, y nos lanzase directamente al altiplano helado de Groenlandia y las Spitzberg, entre nieves, vientos y tormentas polares. ¡Qué conmoción! ¡Qué choque!.
En un segundo empezamos a sentir frío, un frío terrible, espantoso, espectral. Empezamos a tiritar, a temblar, a agitarnos. Sin embargo, no tardamos en darnos cuenta de que no se trata del del mismo temblor que conocemos de experiencias anteriores – de cuando, por ejemplo, pasamos mucho frío en la intemperie de un invierno-, sino que nos atenazan unas vibraciones y convulsiones que al cabo de poco tiempo nos desgarrarán en jirones. Y para intentar salvarnos, empezamos a suplicar ayuda.
¿Qué trae el mayor alivio en momentos así? En realidad, lo único que nos puede sacar del mal trance momentáneo es que alguien nos tape. Pero no que nos tape de manera corriente: con una manta, un cubrecama o un edredón. La cosa consiste en que la prenda de abrigo debe aplastarnos con su peso, aprisionarnos en una forma cerrada, apisonarnos. En un momento así, no hacemos sino, precisamente, soñar con que nos aplasten. ¡Nos gustaría tanto que nos pasase por encima una apisonadora! «
“ … En una ocasión, tuve un ataque de malaria en una humilde aldea donde no había prendas de abrigo de ningún tipo. Los campesinos me pusieron encima la tapa de un baúl y se quedaron pacientemente sentados sobre ella, esperando a que se me pasara la fase peor de la tiritona. Los más infortunados son aquellos que, al sufrir un ataque de malaria, no tienen con qué taparse. Se les ve a menudo junto a los caminos, en la selva o en las casuchas de barro, se les ve tumbados en el suelo y semiinconscientes, aturdidos y empapados en sudor, y cómo sus cuerpos son sacudidos por rítmicas oleadas de convulsiones. Pero, incluso protegidos por una docena de mantas, cazadoras y abrigos, los dientes nos castañetean y gemimos de dolor porque notamos que este frío no viene desde el exterior -¡fuera hace una temperatura de cuarenta grados!-, sino que lo tenemos metido dentro, que esas Spitzberds y Groenlandias se han instalado dentro, que todos esos carámbanos, témpanos y montañas de hielo circulan a través de nuestro cuerpo, de nuestras venas, músculos y huesos. Este pensamiento podría llenarnos de pavor si fuésemos capaces de hacer el esfuerzo de sentir algo. Pero el pensamiento en cuestión no aparece sino en el momento en que, tras varias horas de febril agitación, el punto álgido del ataque se aleja poco a poco, e , inertes, empezamos a sumergirnos en un estado de agotamiento e impotencia absolutos… ”
“ … El ataque de malaria no sólo se limita al dolor, sino que, como cualquier otro sudor, es una vivencia mística. Entramos en un mundo del cual tan sólo hace unos momentos no sabíamos nada y, mientras tanto, ese mundo resulta que existe a nuestro lado y que finalmente se ha apoderado de nosotros, nos ha convertido en parte de él: encontramos en nuestro interior simas, despeñaderos y abismos desconocidos cuya presencia nos llena de pavor y sufrimiento. Pero el momento de los descubrimientos pasa, los espíritus nos abandonan, se marchan y desaparecen, y lo que se queda bajo la montaña de los hallazgos más estrafalarios es algo verdaderamente lamentable … ”
Extraído del libro Ébano de Ryszard Kapu?ci?ski